TEXTO PARA LA SERIE «INSTINTOS» DE ANDREA JÖSCH
por Mario Fonseca
Desde los exuberantes paisajes amazónicos que recorren los Xingú, una leyenda citada por Egberto Gismonti cuenta que un tirano ordenó una vez al verdugo que decapitara a todos los habitantes del reino, a quienes acusaba de alta traición, enfatizándole que de quedar uno sólo con cabeza él también incurriría en alta traición. Luego de decapitar a toda la población el verdugo vuelve y le dice al rey que ha cumplido su encargo, salvo un habitante. Indignado el tirano le reitera la orden y la amenaza, y entonces el verdugo le solicita disponer su cabeza para decapitarlo, a lo cual al rey no le queda sino acceder.
La geografía inmediata se ha construido en los vaivenes de las profundidades telúricas, en ritmos que aún no alcanzamos a constatar porque los lapsos exceden nuestra percepción, aunque geólogos y sismólogos intenten darse razón con sus entelequias. La inmensidad del paisaje se impone cuando una referencia inteligible lo cruza camino al horizonte, al menos desde la mirada del observador local. No obstante, las dimensiones y variaciones de un territorio no existen sino en relación al territorio colindante, y así la cordillera que se agiganta sobre el valle empequeñece abruptamente ante el firmamento, como también la complejísima conformación de un minúsculo insecto resulta tan monumental al microscopio que su invisibilidad cotidiana nos inquieta. Decimos que nadie es sin que el otro lo diga, y esto corre por cierto para el entorno y aquello que le informa su materialidad, su forma y su tamaño. Por lo mismo, las ciudades que se levantan a golpes con el prójimo y el medioambiente agrandan la escala del hombre y éste se cree el cuento, se cree el amo.
Como la claustrofobia, que manifiesta el pavor al espacio cerrado, hay otro pavor al espacio abierto. La agorafobia define también el rechazo a la confluencia de personas, a la reunión en un espacio que dé cabida a todos. ¿Adónde fugarse entonces? Uno se encierra en una cueva, otro en la cama, otro en el ataúd; pero al habitante urbano o al expedicionario los obliga el desplazamiento, incluyendo la ocasional confrontación con el otro. La fuga se torna mental entonces, el cuerpo avanza pero la cabeza se queda en otra parte, y así como tantas veces la voluntad de ese cuerpo ha sido inhibida por la mente, esta vez el cuerpo pierde la cabeza y gana su libertad. La naturaleza colabora, pues busca la integración orgánica y rehúye la dislocación que la mente le produce con su soberbia efervescente. El paisaje incorpora al cuerpo pero desecha la cabeza, desecha la mente que lo desecha, desecha la cara que lo confronta con vanidad de espejo. Un cuerpo sin cabeza es una mirada depredadora menos, una voz indiscreta, quejumbrosa y estridente menos. Feliz de la agorafobia que lo decapitó, el cuerpo corre ahora suelto por los territorios a los que finalmente aporta una escala plausible.
Andrea Jösch podría coincidir con estas especulaciones naturalistas, con este anhelo de que el hombre deje de una vez por todas su cabeza en otra parte y no intervenga en lo que nunca ha sabido pensar, ni siquiera ver. Pero al detenernos en una imagen primigenia suya, aquel primer decapitado de cuclillas en el bosque, no podemos dejar de percibir un halo de esperanza. El hombre está pensando, se impregna de lo que lo rodea y medita sobre ello, así como el decapitado sobre las rocas observa el horizonte marino con fruición y su mirada, por más que osada, parece ser también temerosa de Dios. La cabeza se convertiría entonces en el vínculo con lo que concita todo lo que nos rodea, nuestros cuerpos y la naturaleza, y, como aquello, no habría que suponer que se ha perdido, sino que ahora se ha vuelto invisible.
Santiago, octubre 2004