EL ESPÍRITU DE LOUISIANA EN CHILOÉ
por Héctor Caro
El espíritu de Louisiana en Chiloé, así se puede iniciar esta crónica sobre el Museo de Arte Moderno de Chiloé, emplazado sobre una colina, mirando hacia la ciudad de Castro, al que llegué una mañana cuando la lluvia había limpiado el paisaje y me hizo ver un conjunto arquitectónico sobre el cual no podría decirse que era un museo a primera vista, salvo su nombre -MAM- escrito en un letrero clavado sobre el tronco de un árbol, dando la bienvenida al visitante y unas esculturas de madera a su entrada.
Es la idea del museo escondido que se abre con la llegada del espectador. Un museo en pacto con la naturaleza y surgido casi de la misma. Se puede decir que Louisiana tiene un hermano en Chile. Uno de sus directores y fundadores -Eduardo Feuerhake-, pasó por Louisiana el año 1986 y fue invitado por su director Knud Jensen a residir por unos días junto a su familia en la casa de huéspedes, con la idea de que entendieran cómo funcionaba el Louisiana. Recibieron muchos consejos de parte de curadores y personal del Museo y Knud les hablo entonces de la gran importancia de crear una Sociedad de Amigos, que es lo que mantiene hoy al Museo de Chiloé.
Algo se llevaron de allí, Eduardo y Coca, para echar las bases de un Museo de Arte Moderno en esta isla, la más grande del archipiélago de Chiloé. La isla de Chiloé está a 1.200 kilómetros de Santiago, a muchas horas por tierra y para llegar hay que atravesar el canal del Chacao, una corta travesía que lo deja a uno en la isla, en otra geografía, otra cultura, distintas al Chile central. Aquí el mar y la tierra dan forma a un mapa desmembrado de islas, canales, ensenadas. El paisaje es siempre verde y durante un mismo día se pueden tener las cuatros estaciones del año. La isla de Chiloé es un poco más grande que Sjæland, para dar una idea de sus dimensiones. La gente vive en pueblos pequeños, dedicados a la pesca y la agricultura y solo hay dos ciudades de importancia: Ancud y Castro.
Aquí, en este medio, lejos de los grandes centros culturales establecidos, casi a trasmano, se alza este museo; a él se llega por un camino que se aleja de la ciudad, ascendiendo una colina. Durante el ascenso se puede divisar el mar y las cumbres más altas de la cordillera de Los Andes cuando el sol limpia el horizonte de nubes. Una de las primeras impresiones es el papel que juega la madera en este ámbito arquitectónico y no puede ser de otra manera ya que dicho material está presente en toda la arquitectura isleña. Famosas son por ejemplo sus iglesias construidas totalmente con madera nativa, sin uso de metales, declaradas partes del patrimonio universal por Unesco. La arquitectura del museo se inspira naturalmente en la chilota y las tejuelas de ciprés- algo tan propio de la zona- recubre toda su estructura con sus colores grises dados por el tiempo, el sol y la lluvia.
El Museo fue fundado en 1988 en la ciudad de Castro, en terrenos cedidos en comodato por el municipio en el Parque Municipal. Desde entonces ha tenido una actividad ininterrumpida con exposiciones de diversa índole: pintura, fotografías, collages, encuentros culturales, funcionando sin subvención fiscal, sólo con el aporte económico de “La Sociedad de Amigos del Museo” y el entusiasmo generoso, gratuito, de sus promotores. El museo cuenta con una colección permanente de más de 300 obras, todas regaladas por sus autores, con hermosas salas de exposiciones y un espacio para concierto, cine- video, talleres. Publica un boletín y cada catálogo es una obra de arte en sí. Un edificio independiente acoge a artistas residentes, materia sobre el cual el museo ha sido pionero a pesar de su limitada economía.
Cuando visité el museo, me recibió Marianela Corbalán, la única persona remunerada, que me contó con fervor la historia de la institución, mientras me acompañaba durante el recorrido de sus dependencias austeras, llenas de luz, a pesar del tiempo inestable. En ese momento colgaba una exposición fotográfica. Era muy temprano, sin ningún visitante todavía, pudiéndose disfrutar de la muestra tranquilamente, pasando por entre vigas de maderas, soportes minimalísticas de una edificación, que mirada desde el aire, se la ve rodeada de un paisaje totalmente verde y casi siempre lavado por la lluvia. Más tarde llegaron los primeros visitantes de un día domingo: se notaba que eran turistas.
Al abandonar el recinto, me encontré con la llegada de cuatro nuevos artistas residentes. Habían viajado 1200 km desde Santiago de Chile para lo que consideraban un sueño: desarrollar sus ideas en esta isla del sur, gracias a las posibilidades que el Museo ponía en sus manos casi sin costos. Hablé con ellas, cuatro mujeres- cada una trató de contarme en breves líneas su proyecto- y en cada palabra se denotaba el deseo de sumergirse lo más pronto en el proceso de creación.
Algo del espíritu de Louisiana se deja sentir en el Museo de Arte Moderno de Chiloé, puede ser la conjugación de la arquitectura siempre en diálogo con el paisaje, respetando el entorno. O su carácter de empresa privada y pionera, basado en la fe de una o dos o tres personas. Hasta la atmósfera de la casa de huéspedes o la casa de botes de Louisiana se nota cuando se recorre sus salas. Y sobre todo esa idea del museo que no se deja ver, pero descubrir cuando se atraviesa su puerta de ingreso. Todo esto es cierto, pero a ello se agrega el fundamento de este museo: estar ubicado en una isla del sur, aislada, mágica, de clima húmedo y con una cultura muy única, producto de la conjunción del hombre con el mar, la unión de la cultura española con la aborigen, la lucha con los elementos naturales.